con un ajado ejemplar de El Mundo entre mis manos,
colgando las gafas de présbita viejo, de una nariz quevediana,
y me obligo a mirar noticias de ayer y de hoy, mentiras viejas,
sacudidas de nada, que tiran por tierra las teorías y la esperanza.
El café se enfría, me mira la rumana con aires de princesa,
no me inmuto, porque ya nada me inquieta,
y, a mi lado, se planta Celia,
que acaba de llegar con su mamá, su tía y su hermano,
bebé que me mira y me abre sus brazos.
Lo tomo en mis brazos,
con un pinchazo cabrón de mis lumbares,
y me agarra la nariz y me babea y me reclama,
y me mira y se sonrie
y, por un momento, se me aclara el alma,
me sacude la alegría y la esperanza,
me olvido del diario y sus textos miserables,
del café y el mármol de círculos marcados,
del mundo, de este estercolero abandonado,
de mi cinismo y mi negra mirada.
El bebé es el futuro
y el mío, ya nada.
Lo dejo en manos de su madre,
me despido de Celia y sus alegres gafas,
y al cruzar el umbral, vuelvo la vista
y a lo lejos, me dicen adiós
unas manitas blancas.