miércoles, 22 de diciembre de 2010

Con un bebé.

Me acodo en la barra sucia de este bar de barrio,
con un ajado ejemplar de El Mundo entre mis manos,
colgando las gafas de présbita viejo, de una nariz quevediana,
y me obligo a mirar noticias de ayer y de hoy, mentiras viejas,
sacudidas de nada, que tiran por tierra las teorías y la esperanza.
El café se enfría, me mira la rumana con aires de princesa,
no me inmuto, porque ya nada me inquieta,
y, a mi lado, se planta Celia,
que acaba de llegar con su mamá, su tía y su hermano,
bebé que me mira y me abre sus brazos.
Lo tomo en mis brazos,
con un pinchazo cabrón de mis lumbares,
y me agarra la nariz y me babea y me reclama,
y me mira y se sonrie
y, por un momento, se me aclara el alma,
me sacude la alegría y la esperanza,
me olvido del diario y sus textos miserables,
del café y el mármol de círculos marcados,
del mundo, de este estercolero abandonado,
de mi cinismo y mi negra mirada.
El bebé es el futuro
y el mío, ya nada.
Lo dejo en manos de su madre,
me despido de Celia y sus alegres gafas,
y al cruzar el umbral, vuelvo la vista
y a lo lejos, me dicen adiós
unas manitas blancas.

Me sirven un café

A veces, cuando la sed de cafeína me reclama,
voy al bar que hay frente a mi casa
y mi mirada se hunde en el escote de la rumana,
que me sirve un cortado con leche fría.
Siempre está guapa, con la sonrisa blanca,
y la mirada atenta a todos los clientes,
que, como yo, se acercan a sus ojos
por si les llega la luz de su belleza.
Es imposible, hay un gris colectivo
en esos fugaces compañeros de cincuenta,
pegados a la barra con su ceniza y su miseria,
que, patéticos, intentan lamer sus labios
desde lejos.
Ella lo sabe y explota nuestro anhelo.
Termino el café, pago y me alejo.
Se quedan mis vecinos, mis colegas de partida,
los hinchas de mi club, los héroes de la caña,
los viejos del jersey a pico,
que esconden bajo sus camisas,
un corazón viejo,
una camiseta sucia
y un reloj con la cadena rota,
que cuelga,
sediento de amor, inútil,
parado,
esperando siempre
a que pasemos otra puta vez por la puerta.


sábado, 18 de diciembre de 2010

El precio de la tristeza

Con qué monedas redimir
el precio de esta tristeza,
que ya es excesivo.
Con qué coraza eludir
el peso de la tierra
que me cubre.
Con qué alma salir
a pasear la selva
de sentimientos.
Con qué gestos cubrir
las muecas
que me invento.
Con qué, tú,
me dejaste muerto.